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CHUNNIQWASI

¿Quién soy sino apagada sombra en el medio de la puna inmensa? Se

pregunta uno de los cuentos más famosos de la última literatura

peruana. Y concluye: “Cierro luego los ojos. Sí, sólo una sombra soy,

una apagada sombra. Y ave, ave negra sin memoria que nunca sabrá

la razón de su caída. En silencio, siempre, y sin término la soledad,

el crepúsculo, el exilio...”

 

Edgardo Rivera Martinez

 

La casa –dice Bachelard- representa el espacio de la profunda intimidad. Se trata de una estructura destinada a la protección del individuo, un lugar de centralización del mundo y un espacio que nos orienta y singulariza. Sin embargo, aquí todas ellas han sido abandonadas. Estas fotos son parcas y buscan conexión con la sequedad que representan. Alguna vez hubo alguien pero ya no hay nadie ahora. Lo que vemos son solo restos, fragmentos de algo que fue y no es más. Todas tienen un hueco. Sabemos que la falta es constitutiva de la identidad pero aquí parece que sucedió otra cosa: violencia y despojo. En realidad, no cuesta mucho imaginarlas completas: las casas se enfrentaron a los cerros y al horizonte. En ese momento, debió haber existido poco vértigo. Luego, la violencia arremetió con crueldad sobre ellas y casi no quedan restos humanos. A lo más, algunas pintas que ya no reflejan ilusión sino solo rutina y decadencia: un ritual desgastado, una ceremonia sin sentido, un pacto -monótono- que ya no es pacto porque no sirve para mucho. En esa destrucción del pacto, en esa violencia frente al otro, es donde observo la mayor riqueza de estas fotos. En efecto, dice Levinas que el mundo proviene del otro: sin los otros no existo. El hecho de que los otros existan garantiza mi existencia. Solamente soy alguien en la medida que haya otro que me nombre y contribuya a construir mi identidad. La conclusión no es así muy difícil: si el mundo proviene del otro y los otros han sido destruidos entonces el mundo se ha quedado sin nada.

Víctor Vich

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¿QUÉ HAY DENTRO DE LAS CASAS?

Rocío Silva Santisteban




 

Una sombra renegrida. Restos de alas. 

Desechos. 

La marca de un hachazo cortando desde lo alto un cráneo vivo. 

Llanto de viejos y llanto de niños. 

Un olor a abandono y a sobaco. 

 

El rastro de una metralla. 

Hormigas trituradas bajo una bota negra.

Gusanos  blancos,  arrastrándose por los muros, lamiendo

Los restos, los vestigios, los lamentos.

 

A veces el olor dulce de una retama que nace del tapial. 

Un rumor de gases concentrados debajo de la tierra. 

Matorrales y hormigas gigantes. La puta soledad.

 

Pirkas regadas por ambos lados del camino. 

Las huellas del fogón donde la mujer humeó su sombrero al encender la leña 

donde preparaba chochoca y decía, alalai, 

y seguía moviendo la cuchara de palo. 

 

Sangre negra, dura, pegoteada al barro, salpicada por aquí y por allá..

El río lamiendo las piedras.

Huellas de botas corriendo a la vera del camino mientras pasa uno detrás de otro

el convoy de la guerra.





 

LOS TIEMPOS PARALELOS

Sandro Venturo Schultz
 

1. 

Hogares campesinos de distritos rurales de Huamanga, Huanta y Vilcashuamán que fueron especialmente golpeados por el conflicto armado interno de las últimas décadas. Ruinas contemporáneas que, por el tipo de construcción que las caracteriza, aluden a ruinas pre-hispánicas (para la mirada del poblador urbano). Cotidianidades destruidas a fuerza de balas y machetazos. Mudos testimonios de quienes fueron sepultados por la fuerza incontenible de una violencia impune y descarada. El trabajo de Natalia Iguiñiz se presenta como la documentación de las experiencias de una población fantasma.

 

La alusión arqueológica que comparte Iguiñiz con este trabajo no deja de ser paradójica en un país como el nuestro donde los monumentos arqueológicos son denominados “ruinas” y suelen ser valorados, al mismo tiempo, como motivo de milenario orgullo, como alto patrimonio nacional. De allí que este ensayo fotográfico presente esta arquitectura como si se tratara de un conjunto arqueológico no sólo recientemente descubierto sino también recientemente abandonado. De allí la pertinencia de una noción como la de ruinas contemporáneas, pues nos ayuda a comprender una de las intenciones de esta artista.

 

Estas fotos, ofrecidas a modo de serie, recorren diversas fachadas de hogares rurales en absoluto estado de abandono. Casas solitarias en medio del inmenso paisaje andino. Construcciones subsumidas en un silencio dramático. Testimonios de la expulsión del waqcha, del ser humano desarraigado. Huellas de orfandad.

 

Entre la documentación del monumento histórico y la de la biografía familiar, este trabajo busca plantear una aproximación visual a la violencia, a aquellas violencias internas y externas que son parte de nosotros.
 

2.

Las sucesivas crisis políticas (y sociales) que configuran la dinámica de nuestra sociedad nos llevan una y otra vez a la pregunta acerca de cuál es el sentido que orienta la reproducción de nuestra sociedad, esto es, de una comunidad de individuos y organizaciones que teóricamente compartimos  valores y aspiraciones. No existe voz inteligente que pueda obviar los procesos de desintegración de las instituciones del Estado y de la sociedad, ni las formas de relación entre los ciudadanos basadas en el desprecio cultural y la depreciación de la vida. Nuestra situación ha pasado el límite. Y continúa.

 

Cuando la Comisión de la Verdad y Reconciliación publicó su informe en agosto de 2003 no sólo propuso una narración de lo sucedido en la época de las violencias militaristas, también nos brindó el dramático retrato de una sociedad que se resiste a una fragmentación que en las últimas décadas ha ido produciendo despeñaderos sociales cada vez más hondos. Hoy resulta evidente, sin embargo, que la interpretación elaborada con tanto rigor por los comisionados no puede ser entendida como la versión final y definitiva de los hechos. Como bien dicen los filósofos, no existe la verdad, una única verdad, sino discursos sobre la realidad que se construyen en el diálogo y en la negociación, en la imposición y la seducción permanentes. Pues bien, este proceso recién se (re)inicia en el Perú con una agenda bastante más clara y definida que hace un quinquenio. 

 

Dado que la verdad no está escondida en algún lugar para ser desenterrada, considerando que lo sucedido es una convención que construimos todos los que estamos involucrados en estas tramas sociales, es importante reconocer, entonces, que se trata de un camino sin final, de una escritura en permanente re-elaboración.

 

¿Contamos los individuos, y nuestras organizaciones, con la capacidad necesaria (y suficiente) para realizar esta narración de narraciones?

 

3.

El ensayo fotográfico de Iguiñiz es la versión de quien no participó del mundo rural ayacuchano de los años ochenta ni puede imaginar qué significa estar al medio de una guerra de ideales autoritarios encontrados. Es la interpretación de alguien que se aproxima como foránea a uno de los escenarios más castigados del país pobre y rural de nuestros días. Ella se acerca y nos ofrece una versión directa e inapelable de las cicatrices que dejaron los rayos del conflicto. Y lo hace con prudencia. La composición de las fotos propone una retórica objetiva (cuadros frontales de fachadas ubicadas en su contexto) que invita al “lector” a completar el significado de lo expuesto. Así, busca movilizar en él ansiedades de baja intensidad ante la ausencia de seres humanos en escenarios propiamente humanos: los hogares.

 

Natalia Iguiñiz, con este trabajo, tiene la oportunidad de recorrer comunidades campesinas buscando en otro continente la respuesta a sus propias fantasías personales. Acaso allá en la frontera de su imaginario social, ella profundiza en una búsqueda hacia sus propias fronteras internas y reflexiona entonces sobre la vulnerabilidad y el desarraigo, sentimientos recurrentes en diversos trabajos suyos. Pero la vulnerabilidad y el desarraigo son también experiencias recurrentes entre los peruanos: la pobreza y su otra cara, la sobrevivencia; la desconfianza y su otro lado, los débiles lazos sociales; dan cuenta de la fragilidad de una comunidad insegura de sus propias fuerzas. Es aquí donde todos, campesinos y no campesinos, quechuas y no quechuas, analfabetos y no analfabetos, podemos compartir una misma pasión: la precariedad de la vida.

 

De este modo, y esto es naturalmente contradictorio, ella se encontró con las huellas de seres humanos, ahora invisibles, que latieron y se hicieron polvo en un tiempo y un espacio paralelos al suyo, al nuestro. Y este paralelismo en el tiempo simboliza la imposible empatía que existe entre campesinos y no campesinos, quechuas y no quechuas, analfabetos y no analfabetos. Esta colección de fotografías representa, acaso, esa dimensión conflictiva de nuestra inconclusa ciudadanía en la medida que sugiere que participamos de una comunidad de extraños.

 

Chunniqwasi hace referencia directa a las consecuencias de un período determinado por desplazamientos forzados, pero también alude a múltiples experiencias personales ligadas a la pérdida y el abandono. Todas ellas experiencias que pueden ser leídas, también, abstraídas del contexto de violencia que vivió nuestro país, dado que hacen alusión a vivencias humanas fundamentales como el vacío y la desolación.

4.

Considerando que la verdad es una convención que va encontrando su sitio en la mente de los miembros de una comunidad, es necesario destacar que todas las versiones son necesarias para ello. Inclusive de quienes creen no tener ninguna relación con el objeto de la memoria. De allí que tenga sentido afirmar que la versión de Iguiñiz de testigo ausente no sólo puede ser entendida como el testimonio de quien denuncia fracturas sociales estrictamente históricas sino también como un estímulo para nuevas versiones de lo sucedido, nuevas e incompletas versiones que nos permitan construir esa verdad colectiva que nos debemos para salir de la miseria del olvido.

5.

El amor a la vida es el placer que experimenta la conciencia integrada al mundo que la interpela. Y ese amor de la propia integridad es capaz de invitarnos, valga la paradoja, al suicidio. Es así. En el peor de los casos, si los autoritarismos nos rodean amenazantes y decisivos, estaremos dispuestos a saltar por las ventanas del edificio con la esperanza que lo imposible nos salve la vida.





 

LA REALIDAD DE UNA SOMBRA

Jorge Villacorta Chávez  
 

In my end is my beginning.

T. S. Eliot


 

Una casa destruida es un espacio obliterado. Un transcurso de tiempo liquidado abruptamente. Una textualidad no-escrita, no-hablada que ha sido desfigurada para siempre. Es la sombra de unas vidas entretejidas de las que ya no queda huella, pese a que la masa de lo que ahora es una ruina sigue poseyendo la gravedad específica del adobe, tierra porosa y viva aún cuando compactada. 

 

La virtud material del adobe no resume, sin embargo, la casa física. La fotografía como medio de documentación tampoco, pese a que registra directamente la huella lumínica de lo real, que en este caso es la realidad de una sombra. Y la sombra se está quieta en un territorio que fue un valle de lágrimas y que desde que ha sido captado como contexto topográfico se ha convertido a los ojos de un observador desprevenido en paisaje.             

 

El paisaje como género del arte occidental fue objeto de una transformación en el siglo XVII. La práctica pictórica de Nicolás Poussin, francés formado en Roma, hizo del paisaje una estructura visual para la reflexión moral. La idea del mundo natural como escenario impertérrito del destino de hombres y mujeres, como espacio de su nacimiento, de sus placeres y dolores, y, sobre todo, de su muerte, sustentó la construcción de una representación de la Naturaleza, y de edificaciones en ruinas en su seno, como ámbito de narrativas humanas que destacaba la necesidad de responsabilidad en toda acción, en todo tiempo, y en la relación con el prójimo.

  

Las imágenes fotográficas de Natalia Iguiñiz no son el simple registro de las huellas de la violencia de la guerra, desatada en un territorio físico-geográfico devastado, que sería la zona de Ayacucho en los Andes del Centro Sur del Perú, y que desgarró al país entero. Por su enfoque constante en un objeto -como hito aparente en el paisaje-, que no es otro que la casa abandonada, destruida al punto de ser inhabitable, Iguiñiz efectúa sobriamente un sondeo personal que, se podría decir, cuenta con la anuencia de una colectividad anónima, un ‘nosotros’ de observadores. 

 

Es posible ver estos objetos-hito como ruinas modernas pero no es tan fácil leer las imágenes como una tipología. Resulta inadecuado inferir en ellas aquella objetividad que es condición sine qua non del registro con miras a la construcción de un modelo tipológico. Esa objetividad implica hacer posible la comparación y, si algo puede decirse luego de una primera aproximación a estas imágenes fotográficas, es que no parecen estar hechas para ser comparadas entre sí. Desde el punto de vista de la artista, el vacío y la destrucción son distintos en cada caso, nunca iguales, pese a ser el resultado de una misma historia reciente de violencia. 

 

El poder cumulativo de las imágenes sí podría bien ser el artículo de fe de su propuesta. La reflexión se nutre de la totalidad, así como también ésta resulta indispensable para la construcción de una documentación que apunta a la historia reciente de la zona. En este aspecto, es posible ver en Chunniqwasi un parentesco con la anterior serie de trabajos fotográficos de la artista. Titulada La Otra, en ella Iguiñiz ha realizado retratos dobles de empleadas domésticas y empleadoras-dueñas de casa, que invitan a considerar cada relación retratada como particular, y no como sujeto de comparación con las demás de la serie: más allá de la aparentemente buscada uniformización ordenadora, visible a través de la composición de cada una de las imágenes, los retratos dobles registran individualidades que nos convencen, uno por uno, de lo real de las historias vividas al interior de cada una de las casas en las que las retratadas conviven.

 

Esto habla concretamente de la posibilidad de que la artista sea la otra, ajena y distante al vínculo que retrata no sólo por estar detrás del lente, sino por pertenecer a otra casa: es la que ve a las retratadas y es, a la vez, vista por ellas, sin que su paso por las casas deje un rastro lumínico en la imagen. Iguiñiz es la presencia presentida por el observador, la mirada que es un cuerpo que no vemos y que determina el encuadre y garantiza una toma de posición que llamamos un punto de vista, y que es personal e intransferible.   

 

El cómo retratar la ruina en cada paraje responde justamente a un posicionamiento que es un indicio de la subjetividad como respuesta ante la casa imaginada -aquella que alguna vez fue-, en el paisaje, y que en ciertos casos es posible imaginar como fuente de una experiencia ajena a la del cambio de suerte en el destino humano.


Es posible, sin embargo, ver Chunniqwasi como un cenotafio visual, que a partir de la serenidad actual del paisaje de Ayacucho propone una nueva lectura de lo que potencialmente es un objeto-hito histórico en lo fotográfico. Natalia Iguiñiz nos induce a comprender cómo el hacer memoria implica construirle un sentido nuevo a lo real re-presentado, sobre todo cuando lo real parece haber corrido la suerte de toda sombra.

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